“Se
buscan jóvenes emprendedores, entusiastas, con ganas de trabajar y
de labrarse su propio futuro. Orientación al cliente, buena
presencia, experiencia previa no imprescindible. Alta remuneración.
Incorporación inmediata”.
Cuando
llevas semanas enviando currículos por internet e incluso
llevándolos en persona y nadie te contacta ni para rechazarte -lo
cual es siempre mejor que la indiferencia habitual-, tu estado de
ánimo, tus ganas de aferrarte a lo que sea, te llevan a caer en
trampas como esta. Todo te dice que será un horrible trabajo de
vendedor de algo, de los que acechan y persiguen a los potenciales
clientes. Pero te obligas a pensar que tan terrible no puede ser, que
si ofrecen el puesto es porque es necesario cubrirlo, que aunque a
priori parezca un trabajo ingrato, tal vez con la formación y la
actitud necesarias resulte que ahí está tu futuro, que puede que
sea tu vocación y tú sin saberlo... Piensas también que no tienes
nada que perder, que en el peor de los casos habrás gastado el
importe de un billete de autobús y que después de la entrevista
-porque en estas ofertas, SIEMPRE te llaman para concertar una-, ya
que estás por ahí puedes acercarte a visitar a tus padres, a una
amiga o ir a ver escaparates. Y envías el currículo sin
convencimiento pero con ganas de que sirva para algo. Y como he
indicado, te llaman para la entrevista.
Acudes
al parque empresarial, al edificio señalado y recorres con la mirada
el listado de empresas que se muestra en la entrada, por si te suena
alguna, pero todas deben ser tan nuevas como el parque en sí, donde
aún hay cableado al aire, escombros, olor a loseta quemada y polvo
en el ambiente. Acudes con una mezcla de superioridad, porque
detestas el trabajo que sospechas, y de una cordialidad que simula
ser innata, desarrollada a fuerza de acudir a entrevistas. No te
arreglas en exceso porque te parecen ridículos sobre todo los chicos
que se presentan con traje y corbata para terminar sudando mientras
hacen el trabajo que temes. Has elegido ropa cómoda, discreta y
sencilla y sabes que has acertado cuando ves cómo visten los jóvenes
que van llegando y que, provenientes de una tanda anterior a la tuya,
ya se labran su futuro a buen ritmo...
Te
recibe una administrativa desganada. En un primer momento no lo
entiendes y te molesta, como es natural, pero al final del día atas
cabos, terminas compadeciéndola y pareciéndote justa la alegría
que derrocha. Rellenas uno de esos formularios en los que
prácticamente debes reescribir tu currículo entero (¿para qué
diablos te piden que lo traigas entonces?). Como la tarea requiere su
tiempo, intentas concentrarte en la sala donde, sentada en una silla,
sin mesa, con la espalda doblada, escribes encorvada sobre la carpeta
que apoyas en las rodillas con los pies de puntillas. Quieres acabar
cuanto antes, pero te desconcentra un vocerío que viene de la sala
de al lado. Son los jóvenes emprendedores y entusiastas de la tanda
anterior, que deben tener muchas ganas de trabajar. Se oyen risas,
una voz que dice o pregunta algo y muchas que contestan a la vez,
pero no se entiende nada concreto.
Al
cabo de un rato salen los jóvenes: van a tomar café y la
administrativa te dice que te unas a ellos, para irlos conociendo.
Como no vas a dar la nota el primer día, accedes y eres la única
cara desconocida en el ascensor. Entre ellos tienen ya su
complicidad, de la que tú estás excluída, pero sonríes con cara
de idiota cuando alguno te mira mientras bromea con otro. Ya te han
preguntado tu nombre, te han dado la bienvenida. Muchos son más
jóvenes que tú, pero ellos no lo saben. Parecen simpáticos.
Demasiado. Esto parece una secta. Ahuyentas el pensamiento conforme
salís a la calle y vais hacia la cercana cafetería. Allí, más de
lo mismo. Y tú ya te empiezas a preguntar qué haces tomando café
junto a un montón de extraños con los que no sabes de qué hablar
porque tampoco te cuentan nada.
Sin
saber cómo, has pasado esta primera prueba. Por lo visto, ahora es
cuando se empieza a trabajar de verdad. Se sube de nuevo a la
oficina, entran todos en la sala y ahora te invitan a que también tú
entres. Y sólo entonces aprendes en qué va a consistir el trabajo
que a lo mejor no era tan horrible: debes vender acceso inalámbrico
a internet -los comúnmente llamados “pinchos”- a través del
tradicional método de la puerta fría. Sólo el nombre te da frío,
escalofríos. Deben haber percibido la mutación de tu carita y con
compasión te explican que también a todos ellos les asustó al
principio la idea, pero que ahora están encantados con su nuevo
trabajo, en el que tienen un objetivo diario claro y se pueden
superar día a día. Como si te permitieran el acceso al mayor de los
secretos, te cuentan que la clave está en el entusiasmo y que éste,
al igual que otras habilidades, hay que fomentarlo diariamente. Por
eso son fundamentales las sesiones matinales, donde se marcan los
objetivos de ventas, se aclaran dudas y se produce la supuesta
inyección de ardor y empeño. ¿Será eso suficiente para creer en
lo que hacen?
Hay
una especie de caudilla que da el pie y en torno a la cual, los demás
recitan lo que parecen salmodias o responsos, todo relativo a la
venta, a cómo se debe hacer, a cuál debe ser la actitud. Aunque a
primera vista no estás segura de lo que ves, compruebas que hay
incluso un gong de verdad que un joven -¿acólito?- aporrea no sabes
con qué criterio. Si no supieras con qué objeto has entrado en la
sala, ya habrías salido despavorida. Pero tu educación, las ganas
de encontrar un trabajo y no haber sentido tampoco que peligra tu
vida, hace que te quedes. Tal vez la curiosidad también desempeña
su papel. Hace años no imaginabas que ibas a estar relatándolo hoy.
De
repente terminan los salmos y el grupo se dispersa por la sala,
formando grupos de 2 o 3 personas. Tú habías elegido un discreto
rincón desde el primer momento pero para la caudilla no has pasado
desapercibida y con lo que para ti es una memoria prodigiosa, te
llama por tu nombre y te dice que te unas a tal grupito. Obediente,
lo haces. Se trata ahora de simular ventas. Primero eres la
compradora, lo haces fácil para tu compañero, te coloca el pincho a
la primera. Te dicen que debes objetar, como en la vida misma. Lo
intentas pero eres blanda. Te ordenan que ahora seas tú la
vendedora. Como no sabes aún las fórmulas -mágicas- para vender,
te dan una chuleta con las características del producto, para que al
menos tengas esos argumentos de venta. Le pones empeño y el
entusiasmo de que eres capaz dadas las circunstancias: no has
estudiado arte dramático y aunque no eres la persona más tímida
del mundo, la situación de las narices te cohíbe. Tu compañero,
con la supuesta mejor intención, te objeta todo. Él sabe todo lo
que tú no sabes. Intentas salir como puedes del atolladero,
sintiéndote torpe, absurda, sin poder ser tú misma porque cuando
has dicho “un momento” para leer la chuleta, te han dicho que en
la vida real no se puede decir un momento. Ya es por amor propio, por
lo que no estás dispuesta a salir de allí avergonzada. Y le echas
cara y al final sales medio airosa del aprieto y hasta te felicitan,
porque la caudilla ha estado observándote, no de lejos, sino a tu
lado como un jefe plasta, supervisando toda tu actuación.
Sudada,
regresas a tu rincón, deseando que el mundo se olvide de que
existes. Pero esto no ha hecho más que empezar. Los murmullos van
decayendo para que hable la caudilla, que no tiene otra cosa mejor
que decir que:
-Demos
todos la bienvenida a Minerva, nuestra nueva compañera. Por lo que
hemos visto, lo puede hacer muy bien. ¡Todos!
-¡Bienvenida,
Minerva! -te saludan a coro decenas de cabezas giradas hacia ti. Con
una sonrisa forzada, agradeces la bienvenida y hasta realizas un
ridículo saludo con la mano. Total, en este contexto no crees que
desentone.
Entonces
se forma un corro, un círculo perfecto y en un orden aprendido con
la práctica, van saliendo todos al centro, uno a uno, a chocar los
cinco con todos los presentes. Aterrorizada, rezas para que te
eximan, pero una sola vez te ha bastado para comprender el orden y
sabes que tras dos jóvenes entusiastas te va a tocar a ti. Sólo
tienes dos opciones y ninguna es digna: o salir corriendo de allí
como una loca ingrata frente a la surrealista amabilidad que te han
mostrado, o permanecer y girar dentro de un corro de la patata adulto
formado por extraños que chocan las manos y se animan y jalean
mutuamente. No hay tiempo para más debate interno, te toca ya y...
entras en el maldito corro con una máscara de alegría que en
absoluto sientes, supuestamente contagiada por los otros, mientras te
recriminas a ti misma lo que estás haciendo y sin alcanzar a
entender cómo te has llegado a ver en semejante trance. Pero todo
acaba. Tu fingida naturalidad, sin atisbo de la vergüenza que en
realidad te atormenta, ha sido tu aliada.
Llegada
a este punto, piensas que tampoco has matado a nadie: “ya ha
pasado”, te dices, y la adrenalina deja lugar a una laxitud
muscular inesperada. Entonces se te acerca un chico de color, cubano
por el acento, alegre como todos y mando intermedio por lo que te
dice. Te explica que te han asignado a su grupo, formado por cuatro
personas, que juntos iréis a echar el día al pueblo tal donde
tendrás la oportunidad de ver cómo se trabaja porque así es como
se aprende.
Estás
a tiempo de fingir una llamada urgente al móvil, o un malestar
repentino, un desvanecimiento sería definitivo. Con lo bien que has
actuado, no debería ser sospechoso. Pero una fuerza incomprensible
te impide hacer nada de lo que has pensado y como un cordero en el
matadero, sigues sumisa al cubano, que te presenta al resto del
equipo: Fulano, Mengana, Perengana, ya conocéis a Minerva. Sonríen
como si fueras el regalo que han estado esperando toda su vida, da
casi miedo. Entonces, por si el corro no había sido suficiente, unen
sus manos derechas en una piña, una encima de la otra, invitándote
a que hagas lo mismo. No sabes de qué va aquello pero ya estás en
el ajo, pensar ahora en largarte te da más miedo que quedarte. Y lo
oyes:
-Un, dos, tres, YUS!!!! Un, dos, tres, YUS!!!! Un, dos, tres, YUS!!!!
La
primera vez, te extraña, porque no lo entiendes, la segunda,
alcanzas a decir “YUS” con ellos, la tercera, lo repites entero y
a la vez. Tímidamente, en realidad no tanto, preguntas qué es “YUS”
y te dicen que es la forma de pronunciar “JUICE”, zumo en inglés.
No le ves el sentido pero desistes de preguntar más. ¡Te da lo
mismo! Te han dado un papelito con la consigna misteriosa, que debes
guardar en el bolsillo y mirar y leer cuando tu entusiasmo flaquee a
lo largo del día, ya que te recordará el momento matutino de manos
unidas y voces animadas. Aunque tu cara ha aprendido rápido a no
denotar estas cosas, no das crédito a lo que oyes. Pero sonríes.
Con ellos abandonas el edificio, subes al coche de una chica
rubia chispeante, empiezas a charlar con todos como si tuviérais que ser
los mejores amigos del mundo. Es una inercia, nada puede oponerse a
este entusiasmo, a estas bromas, a esta felicidad como si en lugar de
ir a colocar productos innecesarios a los ancianos de un pueblo, os
fuérais de vacaciones. ¿Te habrán hecho inhalar algo sin
advertirlo? ¿En el café tal vez? Te queda lucidez para recordar que
tú habías venido para una entrevista de trabajo y que en su lugar,
después de haber hecho el imbécil en una sala llena de gente rara
que aparentaba ser normal, te encuentras en el coche de una extraña
yendo hacia un pueblo. No era el tipo de aventura que soñabas con
vivir algún día.
Llegáis
al pueblo y es casi la hora de comer. Pues a comer, propone el
cubano. De nuevo, una animada charla con estos extraños que, a decir
verdad, ya lo son un poco menos que a primera hora de la mañana. La
sobremesa se prolonga hasta después de la hora de la siesta. Al fin
y al cabo no se puede empezar a aporrear puertas a estas horas porque
la gente se molesta en lugar de estar receptiva. Lógico. Son cerca
de las 5 y el cubano extiende un mapa sobre la mesa del bar. Explica el área
que corresponde a cada miembro del equipo. Te asigna a la chica que
conducía el coche en que habéis venido. Te alivia porque es con la
que más has hablado hasta ahora. Y a las 5 pasadas os dispersáis:
empieza el trabajo de verdad. O sea, que tú te has levantado a las 7
de la mañana, llevas danzando -literalmente- desde las 8 y media y
ahora, que ya empiezas a estar cansada, es cuando empieza lo
verdadero....